La intención no es ofrecer verdades absolutas, sino abrir espacio para pensar distinto, cuestionar lo que damos por hecho y entender la psicología desde una mirada más amplia y honesta.
Mito 1: “Prácticamente todas las personas que confiesan ser culpables de un crimen lo han cometido efectivamente”
Durante años, películas y series han alimentado la idea de que, si alguien confiesa un crimen, es porque lo hizo. La imagen del interrogatorio donde el “policía bueno” y el “policía malo” logran arrancar una confesión parece infalible. Y eso tranquiliza: pensar que quien confiesa es culpable da la sensación de que la justicia está funcionando. Pero la realidad es más compleja y, a veces, más inquietante. Las confesiones falsas existen. Algunas personas dicen haber cometido crímenes que en realidad no cometieron. ¿Por qué lo harían? Hay muchas razones: miedo, presión durante el interrogatorio, deseo de proteger a alguien, dificultades mentales, o incluso confusión sobre lo que realmente ocurrió. En algunos casos, quienes confiesan terminan creyendo que lo hicieron, influenciados por técnicas policiales que los llevan a dudar de su propia memoria. La ciencia ha documentado esto en múltiples ocasiones. Estudios muestran que tanto personas jóvenes como quienes se sienten solas, asustadas o son muy influenciables, son más propensas a admitir culpas que no les corresponden. De hecho, más del 25% de las personas exoneradas por pruebas de ADN habían hecho confesiones falsas. Casos como el de los cinco jóvenes de Central Park, condenados injustamente por una agresión que no cometieron, muestran lo frágil que puede ser una confesión obtenida bajo presión. Por eso, cada vez más voces piden que los interrogatorios sean grabados en su totalidad, desde el inicio, para proteger a inocentes de este tipo de errores. Confiar ciegamente en una confesión como prueba definitiva es peligroso. A veces, lo que parece una certeza, solo es el resultado de miedo, manipulación o necesidad de encajar en una historia que no es propia.Mito 2: “La mayoría de las personas mentalmente enfermas son violentas”
Desde hace décadas, el cine, la televisión y los medios han construido un estereotipo persistente: el de la persona mentalmente enferma como peligrosa, impredecible o incluso asesina. Basta hacer memoria de algunas películas populares para ver cuántos villanos son retratados como “locos”, “maníacos” o “psicópatas” sin matices. Este tipo de representación, repetida hasta el cansancio, ha calado en la percepción colectiva. No es casualidad que en muchas encuestas la mayoría de las personas asocien enfermedad mental con violencia. Pero ¿qué tan cierto es esto? La evidencia científica muestra otra realidad. Aunque algunos trastornos graves pueden estar relacionados con un leve aumento del riesgo de conductas agresivas, este riesgo se concentra en casos específicos, como personas que también tienen consumo problemático de sustancias o síntomas muy descompensados. La mayoría de quienes tienen un diagnóstico psiquiátrico no son violentos, y de hecho, muchas veces son víctimas de violencia, más que perpetradores. Los estudios más serios estiman que menos del 5% de los delitos violentos pueden atribuirse a personas con enfermedades mentales graves. Además, cuando estas personas reciben tratamiento adecuado, especialmente si están en seguimiento y toman su medicación, su riesgo de violencia es igual al de cualquier otra persona. El problema está en cómo los medios eligen qué historias contar. Noticias sobre crímenes cometidos por alguien con un diagnóstico reciben gran cobertura, mientras que no se habla de los millones de personas con trastornos mentales que llevan una vida sin causar daño a nadie. Esto refuerza un sesgo: recordamos los casos extremos, pero no los silencios. Y así se alimenta el prejuicio. Afortunadamente, algunas películas y reportajes han comenzado a mostrar realidades más humanas y menos sensacionalistas. Sin embargo, todavía queda mucho por hacer para desmontar este mito. Seguir creyendo que enfermedad mental es sinónimo de peligro solo contribuye al estigma, al miedo y a la exclusión. Entender la salud mental, desde la evidencia y con empatía, es un paso necesario para construir una sociedad menos prejuiciosa y más justa.Mito 3: “La abstinencia es el único objetivo realista para el tratamiento de los alcohólicos”
Durante mucho tiempo se creyó que la única forma válida de tratar el alcoholismo era dejar de beber por completo y para siempre. Esta idea, fuertemente promovida por organizaciones como Alcohólicos Anónimos, se basa en la visión del alcoholismo como una enfermedad progresiva: quien alguna vez ha tenido problemas con el alcohol, estaría destinado a perder el control si vuelve a beber aunque sea una sola copa. Sin embargo, investigaciones más recientes han demostrado que no todas las personas con problemas de alcohol necesitan seguir este camino. Existen tratamientos que enseñan a algunas personas a retomar el control y beber de forma moderada, con buenos resultados. Si bien la abstinencia puede ser necesaria en muchos casos sobre todo cuando hay una fuerte dependencia o daños asociados, no es la única vía posible ni necesariamente la más efectiva para todas las personas. Al igual que en otros cambios de hábitos, no existe una única fórmula que funcione para todos. Algunas personas logran mejorar su calidad de vida aprendiendo a moderar su consumo, mientras que otras se benefician más de dejar el alcohol por completo. Lo importante es que el enfoque se adapte a las necesidades individuales y que la atención profesional sea flexible, basada en evidencia y sin juicios rígidos.Mito 4: “Una gran proporción de criminales utilizan con éxito una defensa basada en una supuesta enajenación mental”
Después del atentado contra el presidente Ronald Reagan en 1981, el autor del disparo, John Hinckley, fue declarado no culpable por enajenación mental. A pesar de haber disparado frente a cámaras y testigos, el veredicto provocó indignación: muchas personas pensaron que se estaba dejando libre a un criminal peligroso. Desde entonces, se popularizó la creencia de que muchas personas usan esta defensa para escapar del castigo. Pero ¿qué significa realmente alegar enajenación mental? No se trata de negar que alguien haya cometido un delito, sino de evaluar si esa persona, al momento del hecho, estaba en condiciones mentales que le impidieran entender lo que hacía o distinguir si estaba bien o mal. En otras palabras, no se juzga solo lo que hizo, sino si era consciente y capaz de controlar sus actos. A pesar de lo que muestran películas o titulares llamativos, esta defensa se presenta en menos del 1% de los juicios penales y apenas una cuarta parte de esos casos tiene éxito. Además, las personas que reciben este veredicto no quedan libres: suelen ser internadas en hospitales psiquiátricos durante años, muchas veces más tiempo del que habrían pasado en prisión. El mito se sostiene porque los medios suelen enfocarse en los casos más extremos, como el de Hinckley, y porque en la cultura popular se ha mezclado la “locura” con una supuesta estrategia para evitar consecuencias. Pero la realidad es otra: demostrar legalmente enajenación mental es complejo, poco frecuente y no garantiza un camino fácil. A veces, entender este concepto con claridad basta para desmontar ideas equivocadas sobre la justicia y la salud mental.Mito 5: “El juicio y la intuición de un experto son los mejores métodos para la toma de decisiones clínicas”
Aunque solemos confiar en que la experiencia y la intuición de un profesional bastan para tomar buenas decisiones clínicas, décadas de investigación han mostrado que no siempre son los métodos más precisos. Estudios comparativos entre el juicio clínico y los métodos mecánicos como fórmulas estadísticas o modelos basados en datos revelan que estos últimos suelen igualar o superar la precisión del juicio individual, especialmente en áreas como diagnóstico, pronóstico o evaluación de riesgos. Esto no implica que el criterio del especialista no sea importante, sino que puede verse afectado por sesgos, sobreinterpretaciones o exceso de confianza. Los métodos mecánicos, en cambio, aplican reglas consistentes y objetivas, reduciendo el margen de error. Lejos de deshumanizar la práctica, estas herramientas complementan el trabajo clínico, aportan claridad en decisiones complejas y permiten ofrecer un servicio más riguroso sin perder empatía ni comprensión individual. Combinar ambas perspectivas la humana y la basada en evidencia fortalece el trabajo terapéutico y mejora la calidad de atención.Mito 6: “La terapia electroconvulsiva (electrochoque) es un tratamiento brutal y físicamente peligroso”
Durante décadas, la imagen del “electroshock” ha estado marcada por escenas cinematográficas dramáticas, donde pacientes son amarrados y convulsionan violentamente tras recibir descargas eléctricas. Esta representación ha alimentado el miedo y el rechazo hacia la terapia electroconvulsiva (TEC), considerándola peligrosa, dolorosa e incluso utilizada como castigo. Sin embargo, la TEC actual dista mucho de esa visión. Hoy se aplica bajo anestesia general, con relajantes musculares y medidas seguras, especialmente en casos de depresión severa resistente a otros tratamientos. Aunque puede provocar efectos secundarios, su tasa de riesgo es baja y comparable a la de procedimientos médicos comunes. A pesar de que en algunos contextos aún se practique sin medidas adecuadas lo que explica parte de su mala reputación en entornos clínicos controlados, la TEC ha demostrado ser una opción válida y efectiva cuando otras intervenciones no han funcionado. Paradójicamente, quienes la han recibido suelen tener una visión más positiva que quienes solo conocen la versión mediática. Para muchas personas, esta terapia ha representado un antes y un después en su proceso de recuperación. Lo cierto es que, más allá de los mitos, la TEC moderna no es un método cruel, sino una herramienta terapéutica que merece ser comprendida desde la evidencia científica, no desde el estigma.Mito 7: “El autismo infantil ha aumentado de forma alarmante en las últimas décadas”
En los últimos años se ha instalado con fuerza la idea de que estamos viviendo una epidemia de autismo infantil. Muchos medios, figuras públicas e incluso responsables políticos han reforzado esta idea, asegurando que el número de casos se ha disparado. Pero ¿actualmente hay más personas con autismo? Aunque las estadísticas muestran un aumento considerable en los diagnósticos, eso no significa necesariamente que el autismo sea más frecuente. En realidad, existen varios factores que ayudan a entender esta aparente alza, y todos están relacionados con cómo se diagnostica, se comprende y se visibiliza el trastorno. Por ejemplo, a lo largo de los años, los criterios para diagnosticar autismo se han ampliado y vuelto más claros. Lo que antes se consideraba una condición rara y grave, hoy abarca también manifestaciones más leves dentro del espectro autista. A esto se suma el fenómeno conocido como “sustitución diagnóstica”: muchos niños que antes recibían etiquetas como retraso mental o trastornos del lenguaje, ahora son identificados como autistas. También ha influido el mayor acceso a evaluaciones, y la creciente conciencia pública, especialmente tras películas como Rain Man, que contribuyeron a popularizar ciertas imágenes del autismo. Por otro lado, el sesgo mediático ha jugado un papel clave: titulares alarmistas y figuras famosas han difundido teorías que buscan culpables, siendo las vacunas uno de los blancos principales. Sin embargo, los estudios científicos más rigurosos no han encontrado ningún vínculo entre las vacunas y el autismo. Incluso después de que se eliminaran componentes como el timerosal, los diagnósticos continuaron aumentando, lo que debilita aún más esa hipótesis. Lo que estamos viendo no es una epidemia, sino una transformación en la forma en que nombramos, detectamos e interpretamos el autismo. Detrás de este mito hay una serie de malentendidos que pueden generar miedo, desinformación y decisiones perjudiciales. Entender el contexto de estos cambios nos permite desmitificar la idea de que el autismo “se multiplica” de forma misteriosa, cuando en realidad lo que ha crecido es nuestra capacidad para reconocer y comprender su diversidad.Mito 8: “La elaboración de un perfil psicológico de los criminales es útil para resolver casos”
Durante años, el perfilador criminal ha sido retratado como una figura casi mítica: alguien capaz de meterse en la mente del asesino, reconstruir su historia y anticipar su próximo movimiento. Series como Criminal Minds o películas como El silencio de los inocentes han reforzado la idea de que hacer un perfil psicológico es clave para resolver crímenes. Pero fuera del guion, las cosas no son tan certeras. El caso del francotirador de Washington en 2002 lo ilustra bien: mientras los medios se llenaban de supuestos expertos que aseguraban que el asesino era un hombre blanco, sin hijos, de entre 20 y 30 años, resultó ser un dúo afroamericano, uno de ellos un exmilitar y padre de cuatro. Aunque hay estudios que indican que los perfiladores pueden acertar más de lo que lo haría el azar, la mayoría de sus aciertos se basan en estadísticas generales que cualquier persona con acceso a ciertos datos podría consultar. Además, cuando se compara su precisión con la de personas sin formación especializada, las diferencias no son tan notables. Parte del problema está en que muchos perfiles están llenos de afirmaciones vagas o generalidades que podrían aplicarse a casi cualquiera, como “el asesino tiene problemas de autoestima” o “sufre conflictos familiares”. A esto se suma que los medios tienden a destacar los aciertos, pero no los errores, lo que genera una imagen distorsionada de su efectividad. En resumen, aunque el perfil psicológico puede aportar algunas pistas, no es la herramienta infalible que imaginamos. Más que resolver casos, suele funcionar como un complemento, y su fama parece deberse más al poder de la narrativa que a la evidencia científica.Mito 9: “Todas las psicoterapias efectivas obligan a la gente a buscar las causas fundamentales de sus problemas en la infancia”
Existe la idea popular de que toda terapia psicológica implica sentarse en un diván y remover recuerdos dolorosos de la niñez para sanar. Aunque este enfoque fue característico del psicoanálisis freudiano, hoy en día muchas formas de terapia no se enfocan en el pasado, sino en cómo la persona piensa, actúa y se siente en el presente. Si bien conocer la historia personal puede ofrecer pistas útiles, no es un requisito indispensable para lograr avances. En la práctica actual, muchas terapias como las cognitivo-conductuales, humanistas o basadas en la conducta trabajan con las creencias, emociones y hábitos actuales, sin necesidad de revivir experiencias tempranas. Estudios han demostrado que se puede mejorar emocionalmente sin comprender a fondo los llamados “conflictos de la infancia”, y que la relación con el terapeuta y las herramientas prácticas son factores clave en la mejora. Hoy, los enfoques más efectivos suelen ser flexibles y se adaptan a cada persona, integrando recursos de distintas corrientes para acompañar el cambio, sin necesidad de escarbar en la niñez para sanar.Mito 10: “La luna llena provoca más ingresos psiquiátricos y delitos”
Existe una creencia extendida que sostiene que, durante las noches de luna llena, aumentan los ingresos en hospitales psiquiátricos, los comportamientos violentos y los delitos. Esta idea ha sido compartida incluso por profesionales de la salud y reforzada por los medios de comunicación, generando la sensación de que la luna tiene una influencia directa sobre el comportamiento humano. Sin embargo, más de cien estudios científicos han analizado esta supuesta relación y han encontrado que no existe evidencia sólida que la respalde. Las investigaciones han descartado vínculos significativos entre la luna llena y fenómenos como crímenes, suicidios, ingresos psiquiátricos, mordeduras de perro o llamadas a emergencias. Una posible explicación de por qué esta creencia se mantiene es lo que se conoce como correlación ilusoria: las personas tienden a recordar los hechos que confirman lo que ya creen, e ignoran los que no lo hacen. Así, si sucede algo llamativo durante una luna llena, se recuerda como prueba del “efecto lunar”, pero si no ocurre nada fuera de lo común, simplemente pasa desapercibido. Además, estudios han demostrado que quienes creen en esta relación tienden a observar y registrar más conductas “extrañas” durante la luna llena, reforzando aún más su propia convicción. Pero esa observación selectiva no refleja un patrón real, sino un sesgo. En conclusión, la idea de que la luna llena altera significativamente el comportamiento humano no se sostiene desde la evidencia. Aunque puede parecer intuitivo o incluso “coincidir” con algunas experiencias personales, los datos muestran que se trata de un mito persistente sin fundamento científico.¿Te acompañó este post? Puedes hacérmelo saber.